En enero, con el segundo arribo de Donald Trump a la Casa Blanca, las redes sociales resucitaron un término que condensa a la perfección una verdad tan evidente como incómoda: broligarchy . Este juego de palabras —una fusión entre bro (hermano, colega y también un término coloquial para referirse a hombres poderosos, confiados y agresivos en sus posiciones de liderazgo) y oligarchy (un sistema político donde el poder está en manos de unos pocos)— alude a la creciente influencia de una élite masculina, blanca y multimillonaria en la política estadounidense. No fueron elegidos, pero mueven los hilos del gobierno.
Durante años, los tech bros —ese grupo de magnates tecnológicos como Elon Musk, Jeff Bezos o Mark Zuckerberg— han sido presentados como genios visionarios, capaces de reformar la economía, la cultura y ahora también el gobierno. Su ascenso pareció culminar con la consolidación de su poder durante el primer mandato de Trump, y su retorno al poder en 2025 auguraba la consolidación de esta aristocracia digital. Pero lo que parecía una nueva nobleza empresarial empieza ya a mostrar grietas.
La reciente política arancelaria impulsada por Trump ha encendido alarmas entre los propios oligarcas digitales que, irónicamente, ayudaron a normalizar su figura. Elon Musk, por ejemplo, arremetió contra Peter Navarro, uno de los principales arquitectos de la política económica trumpista, y lo calificó como “más tonto que un saco de ladrillos”. Además, defendió públicamente la eliminación de todos los aranceles entre Estados Unidos y Europa —ciertamente no por altruismo— sino porque estas barreras afectan directamente las complejas cadenas de suministro de empresas como Tesla y SpaceX.
Jeff Bezos tampoco ha salido ileso. Las acciones de Amazon cayeron en picada tras el anuncio de las tarifas, y se estima que su fortuna personal perdió casi 16 mil millones de dólares en cuestión de días. La dependencia de Amazon en productos importados, especialmente de China, la hace particularmente vulnerable en este entorno de confrontación comercial.
Y Warren Buffett, la voz veterana de la élite financiera, ha preferido en mayor parte el silencio. Aunque se ha intentado atribuirle elogios a las políticas arancelarias de Trump, Buffett desmintió esas afirmaciones en días pasados. En el pasado, describió los aranceles como “actos de guerra”, y todo indica que su opinión no ha cambiado. Espera explicarse en la próxima junta de accionistas de Berkshire Hathaway.
Mientras tanto, las bolsas se cimbran. Tesla ha caído un 11% en apenas cinco días y acumula una pérdida del 38% en lo que va del año. El índice S&P 500 muestra signos de fatiga. Pero esta no es solo una crisis de capital: es una sacudida por demás simbólica. La broligarchy , que parecía inquebrantable, muestra hoy fisuras.
Cuando hablamos de caídas bursátiles y fortunas que “se esfuman”, nos referimos a un fenómeno contable pero muy real: la pérdida de valor de mercado. Las grandes fortunas como las de Elon Musk o Jeff Bezos no están guardadas en bóvedas ni convertidas en efectivo; existen, sobre todo, en forma de acciones. Si el valor de esas acciones baja, la riqueza de quienes las poseen se reduce proporcionalmente. Nadie tiene que vender nada para perder dinero: basta con que el mercado decida que esa empresa vale menos. Y con cada caída, no solo disminuye su capital, sino también su capacidad de invertir, de presionar, de moldear políticas.
Más allá del desplome financiero, hay un desbalance estructural profundo que debería preocuparnos más: si Elon Musk puede formar parte de un grupo de decisión estatal (el llamado DOGE), despedir funcionarios públicos y sugerir la eliminación de agencias completas sin haber sido elegido por nadie… ¿en qué clase de democracia vive Estados Unidos?
Quizá el verdadero legado de esta era no sea el ascenso de los tech bros , sino la constatación de que, incluso siendo ultramillonarios, el control político no está garantizado. Ni frente al líder infantil e impredecible que ayudaron a encumbrar, ni frente a una población que comienza a tomar conciencia del costo económico y social de estas decisiones.
Lo que empieza a evidenciarse es una fractura dentro de esta élite: algunos intentan marcar distancia, otros buscan adaptarse, y unos pocos parecen seguir apostando por el desorden como estrategia de poder. Será interesante ver si esa fisura se profundiza o si logran reconfigurarse en un nuevo bloque de influencia. ¿Cuánto más resistirán los Musk de Estados Unidos perdiendo dinero, capacidad de presión, poder simbólico, sin hacer aún más evidente su deseo de intervenir directamente en el control político?