El último de los grandes escritores latinoamericanos, Mario Vargas Llosa, murió el fin de semana en su natal Perú. Tenía 89 años de edad y detrás, una larga y plena vida. En el mundo de las letras lo consiguió todo, incluido el Premio Nobel de Literatura que le fue otorgado en el año 2010.
Mucho se comentará, analizará y recordará de Vargas Llosa, el escritor.
Pero en este espacio, quiero referirme así sea brevemente, a Vargas Llosa el político. En este terreno fue un férreo defensor de sus posturas; un crítico permanente y nunca silenciado de todo lo que consideró equivocado y falso; se opuso a los gobiernos autoritarios y a los dictadores, y le echó en cara a los movimientos de izquierda sus incongruencias y discursos populistas. Sin embargo, también incursionó en la política activa y su más amarga experiencia, la elección presidencial del Perú en 1990 en la que fue derrotado por un desconocido Alberto Fujimori, lo orilló a dejar abruptamente su actividad política y desde entonces se autoexilió en España, donde se concentró en su quehacer literario y como analista, principalmente de lo que pasaba en América Latina.
Esa derrota, probablemente, le dio a las letras hispanas a uno de sus más prolíficos autores. Pero eso es una mera especulación. Quien desee adentrase en esa aventura política puede leer la obra del mismo Vargas Llosa: “El pez en el agua”, en la que narra lo sucedido con base en su memoria y vivencias.
Pero el peruano le dejó a los mexicanos una muy profunda reflexión sobre nuestro sistema político, nuestra democracia siempre incipiente y en riesgo, al acuñar la figura de “la dictadura perfecta”, que presentó en el encuentro “La experiencia de la libertad”, televisado en 1990 en una mesa en la que participaron otros personajes como Octavio Paz, figura central de nuestra cultura y de aquella época hegemónica del PRI.
Vargas Llosa destacó en esa declaración –que tanta incomodidad provocó– que en México había una dictadura perfecta, ejercida por un partido que simulaba democracia pero imponía sus condiciones y eliminaba todo lo que le significaba crítica y riesgo de pérdida del poder.
A 35 años de ese episodio, y después de haber experimentado la alternancia, vale la pena preguntarnos si estamos regresando a lo mismo.
La democracia y la alternancia nos han decepcionado. No redujo la desigualdad social; no generó más oportunidades para los desfavorecidos; no eliminó la corrupción y la impunidad y no corrigió los errores en nuestro sistema educativo, en nuestro sistema de salud. La democracia mexicana y la alternancia no mejoró, sobre todo, a la administración pública.
Esa decepción se tradujo en desconfianza y descrédito de los partidos y el quehacer político, y nos regresó al populismo, a la figura todopoderosa en la presidencia, al control del Poder Legislativo y del Poder Judicial. Estamos regresando a la etapa del partido dominante, sin equilibrio ni competencia.
Si Vargas Llosa acuñó la idea de la “dictadura perfecta”, el otro Nóbel, el mexicano Octavio Paz, acuñó también la metáfora del “ogro filantrópico”. Quizá estamos alimentando al mismo ogro, pero ahora con diferente nombre.